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…Nunca habían perdido el control de sus vidas, pero en ese momento 
decidieron que era hora de darle un giro a lo que anteriormente conocían… 

Beatriz estuvo pensando en ese café toda la mañana a pesar que se mantenía ocupada en el proyecto arquitectónico que le habían encomendado. Le gustaba la manera cómo Salvador la escuchaba, cómo la veía e incluso se interesaba en sus bocetos, esos que a veces a ella le parecían terribles. 

Su oficina estaba llena de papeles, de mesas blancas iluminadas, de un largo mesón donde en algunas oportunidades la gerencia se reunía a decidir la vida de las maquetas; o la aprobaban para convertirlas en colosos de concreto o las destrozaban – primero con palabras y luego con herramientas – hasta transformarlas en papel de reciclaje. 

Afortunadamente, Beatriz aún no pasaba por esa frustración aunque estaba clara que de un momento a otro evaluarían su trabajo y probablemente, sus dibujos y estructuras mentales que hacía constantemente, pasarían a ser parte del olvido en la papelera de la sala de reuniones. 

Caminaba de un lado para otro por los pasillos de la oficina, desde que tenía ese gran proyecto trataba de mantenerse concentrada y proyectar una imagen de una mujer más madura. Los jeans, las franelas y la ausencia de ropa interior eran cosas que ya no iban con su posición laboral; ahora usaba zapatos de tacón de altura media, faldas hasta un poco más abajo de las rodillas y chaquetas casuales, atuendo que la hacían sentir sexy y sabía que así era, porque arrancaba miradas cuando salía del trabajo en las tardes para volver a su casa. 

Mientras Beatriz lo buscaba en la calle, Salvador estaba dentro del único lugar donde aún se sentía completamente seguro a pesar de que ya, aparentemente, tenía a una persona que se interesaba por él. Después de conocerla más profundamente, de escucharla, de sentirla a su lado y reflejarse en su mirada, sus fobias y miedos se incrementaron a tal punto que solo dejaba el templo para ir a la calle a llevar recados de las monjas o sacar la basura que se generaba día a día. 

Encontró paz y calma en la biblioteca, allí buscó alguna solución para tratar de olvidar a Beatriz, él sabía que si seguía adelante con aquella chica, terminaría abandonado como siempre le había sucedido cada vez que sentía que una mujer le tenía afecto. Leyó nuevamente la Biblia y repetía de memoria su pasaje favorito: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12), él necesitaba sentir una presencia superior que le guiara y le dijera lo que debía hacer, otras veces recitaba en voz baja “Me gusta cuando callas, porque estás como ausente” de Neruda o sino, recorría con su mirada sus viejos apuntes de las primeras clases que impartió a los chicos que acudían a la Catedral. 

Otros días, la solución no era tan fácil y se encerraba en su cuarto a rezar como le enseñaron las monjas apenas lo recibieron como un niño abandonado, oraba el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo y todas las oraciones que se sabía, combinándolas con una dieta de pan y agua para purificar su mente, que a veces le jugaba una mala pasada y cuando el deseo por Beatriz se apoderaba de él, cuando su cuerpo hervía por sentirla cerca, buscaba un cilicio que tenía bajo su cama y lo amarraba fuertemente a su muslo, para sentir el dolor y el escozor del hierro como lo sintió aquel por el que su madre lo llamó Salvador. 

Beatriz por su parte llegaba a su casa y pasaba rápidamente por la sala, abría el refrigerador para tomar un bocadillo, saludaba sin mirar a los lados a cada uno de la familia que no se inmutaban por su presencia; su padre estaba viendo el mismo canal de noticias que en la mañana – al parecer eso era lo que le quitaba el tiempo las 24 horas del día - y su madre hacía las labores del hogar. De un portazo se sumergía en su ambiente, se quitaba la ropa de gente grande, como ella le llamaba, y colocaba música clásica a todo volumen. 

Desde su ventana retomó la fotografía para captar los atardeceres a lo lejos; las aves que pasaban sobrevolando la ciudad, tan libres y tranquilas en pareja buscando un árbol para dormir en la noche; a veces se dedicaba a espiar a sus vecinos de los edificios contiguos para tomar imágenes de situaciones cotidianas que resultaban graciosas, una mujer saliendo de la ducha con una toalla en la cabeza, un hombre absorto en el periódico mientras su acompañante le hablaba, un niño corriendo por toda su casa o una señora guindando la ropa para secarla al aire libre. 

Entre sus viejas fotos veía a Salvador, le resultaba extraña esa mirada de la primera vez que lo fotografió y que en sus últimos encuentros, la había encontrado tan reconfortante y plácida. – Creo que lo extraño –, pensó mientras recordaba la gigantesca Catedral en la que siempre estaba su amigo. Dejó a un lado las fotos, con su móvil investigó un poco sobre la vieja iglesia sin descuidar detalle alguno; quería tener todo cubierto para sorprenderlo en caso de verlo una vez más y hablarle de lo que ella consideraba, era un lugar importante para él. 

Una noche al no poder dormir, se puso ropa deportiva y sin olvidar la música en sus audífonos salió a caminar un poco. Al saber que estaba cerca de la Catedral, su corazón se aceleró un poco y miró sin encontrar a Salvador. No desistió y buscó en los alrededores, cerca de la puerta principal, por los accesos laterales y ya cuando iba a seguir su camino, vio que en la parte de atrás alguien estaba abriendo una puerta. Se detuvo un poco, mirando temerosa y cuando lo reconoció, fue en su búsqueda: - Hola de nuevo, tiempo sin verte por acá -, le dijo con una sonrisa dibujada en su rostro. Salvador no pudo reprimir su impresión, su sorpresa y la desnudez en la que había quedado: - ¿Qué haces por acá?, es tarde y hace frío -, como siempre no sabía que decir y lo único que se le ocurrió fue reprocharle su presencia; al darse cuenta que no tenía el menor derecho de reclamarle, se limitó a disculparse. 

 -Está bien, no te preocupes, tienes razón de reclamarme porque por acá es muy oscuro y quién sabe qué me puede pasar, menos mal te encontré…de hecho, te estaba buscando hace días-, le respondió Beatriz mientras se le acercaba. Salvador, en ese momento perdió lo que le quedaba de fuerza de voluntad al extenderle la mano e invitarla a conocer “su hogar”, - ¿Quieres acompañarme adentro un momento?- , la tomó y la haló hacia si para que pasara la gigantesca puerta de madera que cubría los andamiajes internos de la Catedral. 

Cuando caminaban en la oscuridad, Beatriz se asustó un poco al escuchar el crujir de las bisagras que se ajustaban nuevamente en su sitio. Le parecía entrar en un mundo distinto, rodeada de sombras, sonidos desconocidos y de miedos perennes que ella no se había atrevido nunca a enfrentar. 

La luz de la luna que se filtraba a través de los ventanales le daban un tono tenebroso a la iglesia que estaba totalmente silenciosa a esa hora, acentuando las sensaciones, por lo que a cada paso se aferraba más fuerte a la mano de Salvador, que caminaba impasible por los corredores llevándola con su mutismo acostumbrado. 

Después de cinco minutos, Beatriz pudo ver un claro y un pequeño jardín con un gran árbol en el centro. Desde allí se veía la torre del campanario que brillaba por los reflejos de las luces de la ciudad, el tejado antiguo que en algunas partes estaba restaurado y en otras, era el original que habían colocado los negros libres durante la construcción de siglos atrás y en las paredes contiguas pequeñas ventanas que daban a los dormitorios de las monjas. Allí señaló Santiago y luego le hizo un ademán para que hablara en voz baja. 

- Finalmente conoces mi hogar, acá he vivido casi toda mi vid a-, le dijo Salvador casi en un susurro. Estuvo contándole por al menos diez minutos de todo lo que sabía de esa Catedral y Beatriz solo asentía, aunque ella ya había leído en los diarios e Internet sobre ella y en algunas oportunidades le comentaba de ciertos detalles, para así impresionarlo mucho más. 

Ya el cielo estaba totalmente estrellado y la mayoría de luces se habían apagado, ambos se asustaron porque perdieron la noción del tiempo y ahora, Beatriz se sentía insegura para volver sola a su casa. Salvador aferró sus manos con las de ella, la vio a los ojos y con un impulso le besó el dorso para sentir la suavidad de sus dedos. Por la oscuridad no se notó pero Beatriz sintió un choque eléctrico y sus orejas se pusieron calientes; tan solo sonrió y rió en voz baja. –Quédate conmigo por favor, no importa si te duermes pero necesito hablarte hasta el amanecer-, Salvador se lo suplicó y ella solo asintió. 

Nunca habían perdido el control de sus vidas, pero en ese momento decidieron que era hora de darle un giro a lo que anteriormente conocían y dejarse llevar por lo que estaban haciendo. Ambos se levantaron y se adentraron en la Catedral, esa noche fue una de las mejores de sus vidas y la primera de tantas que ocurrirían entre ambos.

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