Ahora sabía lo que debía buscar en otras
chicas, una sensación que le daría y quitaría todo a la vez.
Aunque conocía perfectamente el camino a la
pequeña habitación, se dejó guiar a través de los caminos de la vieja catedral.
No sabía si era la expectación, la ansiedad o el deseo acumulado, pero a cada
paso que daba para adentrarse en ese viejo edificio de piedra sentía que estaba
dejando atrás una parte de ella y a la vez se convertía en otra persona.
Salvador caminaba a paso decidido, sabía
perfectamente lo que quería hacer, cómo lo haría y qué necesitaba. En su cabeza
se proyectaba la piel de las chicas que había asesinado sin querer, tenía miedo
de que ocurriera lo mismo con Beatriz, pero estaba seguro de que ella evitaría
que pasara algo malo.
Beatriz intentó hablar al entrar al
reducido espacio, pero Salvador la volvió a besar como lo hizo ese mismo día en
la mañana. Fue como si colocara la muesca que hacía falta para hacer girar los
engranajes de sus cuerpos para compenetrarlos de manera perfecto.
Se desnudaron rápidamente. Salvador se
maravilló al ver la piel de porcelana de Beatriz acariciada por una diminuta
ropa interior negra. La recorrió con los dedos, deleitándose e imaginando que
era como una escultura. Sus encuentros previos con la chica del callejón y la del
parque central le enseñaron qué tocar y cómo hacerlo para obtener placer.
Tomándola por la cintura la acostó en el
viejo catre y dejó que sus manos se deslizaran por esas curvas. La respiración acelerada
de Beatriz indicaba la velocidad que Salvador le daba a sus dedos, él solo veía
maravillado como esos dos pechos parecían querer estallar. Acercó su boca a
ellos, ayudado por Beatriz pudo descubrir unos pezones rosados erizados, duros
y que se tensaron al recibir la lengua del amante.
Ella tomó la iniciativa, tomó la mano de Salvador
y la puso en su entrepierna. La diminuta ropa interior quedó a un lado, él quedó
completamente desnudo y mientras besaba su cuello la penetró, primero lentamente
por la inexperiencia y luego dejándose guiar por el ritmo de las caderas de la
chica.
La temperatura del interior de su cuerpo,
sus gemidos, el movimiento, el calor, cada detalle y penetración se iba
tatuando en la mente de Salvador. Veía a Beatriz, sus expresiones, sus ojos,
pero también pensaba en las chicas muertas, se arrepintió de no haberlas
probado de una manera sexual. Mientras imaginaba lo que les hubiera hecho, supo
que necesitaba esas sensaciones, que eran vida, eran energía, que causaban una
explosión tan fuerte como el big bang, ya nada sería igual en su mente.
A su vez Beatriz se sentía extasiada bajo
ese cuerpo fuerte, dominante y que le estaba dando el placer que había deseado
desde hace días. No le importaba recibir las arremetidas, dejarse llevar, si
todo salía bien, ya tendría mucho tiempo para disfrutar de ese cuerpo y
finalmente descubrir las bondades de ese extraño chico, que ahora se comportaba
como un amante dedicado, experimentado y deseoso de sexo.
Esa noche repitieron tres veces más hasta que
el amanecer se filtró a través de la pequeña ventanilla de la habitación de Salvador.
Beatriz lo observó, su sonrisa había cambiado, su mirada también, pero ella
supuso que era el típico gesto del hombre que acaba de tener una buena sesión
de sexo con la chica que deseaba desde hace días.
Sin embargo eso no era precisamente lo que
pasaba por la mente de Salvador, que ahora sabía lo que debía buscar en otras
chicas, una sensación que le daría y quitaría todo a la vez.
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