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Ese día, todo cambiaría para ambos, lo que estaban deseando 
que pasara iba a darle un giro a sus vidas.

Hernández sentía una relación de amor odio con las salas de autopsia, por un lado, le gustaba la paz que se respiraba en el lugar, le encantaba compartir con los muertos porque son los únicos que no te juzgan, pero por el otro, detestaba el olor que se le metía por la nariz y se le pegaba a la piel por días.

Siempre evitaba ir, pero esta vez quería recoger la evidencia por si mismo. Al tener entre sus manos el crucifijo supo que ese pequeño objeto podía ser la llave para darle un nuevo giro al caso de las chicas asesinadas, era algo así como una señal de Dios.

Ya de vuelta a su escritorio, mientras tomaba una taza de café cargado y meditaba si llamar o no a Analía lo antes posible, pensó en distintas teorías basado en ese artefacto religioso, todo le parecía una locura mayor que la otra. Revisó en las bases de datos por si la figura o el sello de la cruz contrastaba con alguna congregación, pero no había resultados positivos. Llegó a pensar en un sacerdote como posible asesino, un fanático de Dios que por eso no malograba a las víctimas, tal vez un monaguillo hastiado de un posible celibato, aunque era muy pronto para pensarlo todo en su cabeza apuntaba al mismo sitio: era alguien relacionado directamente a Dios.

Buscó un mapa para tratar de conectar los lugares donde habían encontrado los cadáveres con algún sitio en concreto. Le gustaba ver la ciudad trazada de ese modo, era un inmenso rectángulo que había comenzado alrededor del parque central y un par de siglos después, mantenía esa rectitud dividida en grandes avenidas y calles que las atravesaban. El único escape: un puente principal al norte y otros tres en cada punto cardinal, que serpenteaban por encima del río que rodeaba la metrópoli.

El primer cuerpo apareció debajo del puente principal, aunque ya estaba claro que el asesinato había ocurrido en otro lugar. El segundo cuerpo apareció en el parque central, al trazar una línea entre ambos, se creaba una línea recta entre ellos. Hernández dedujo que si buscaba hacia atrás, a partir de la segunda víctima, tal vez encontraría el lugar donde mataron a la primera chica y probablemente, el lugar de origen del asesino.

Mientras el detective recorría una y otra vez con su lápiz esa línea recta en el mapa, por esas mismas calles Salvador caminaba al lado de Beatriz. Luego de su encuentro, recorrieron juntos un par de cuadras hasta la puerta de la gran torre de oficinas donde estaba el grupo de arquitectos. Por primera vez Salvador tomó la iniciativa, se acercó a ella besándola suavemente en la boca. Beatriz sorprendida, primero entornó los ojos para luego abrazarlo: - ¿Qué fue eso? -. Su chico no respondió, simplemente se quedó callado.

Beatriz le devolvió el beso y casi en un gemido entrecortado le pidió que la esperara a las 6 de la tarde en ese mismo lugar, Salvador asintió.

Hernández seguía pensando en la línea recta del mapa pero sabía que era como buscar una aguja en un pajar, aunque siempre odiaba esa idea, decidió esperar que el asesino diera otro paso o tal vez, cometiera el error de matar de nuevo. Luego de unos minutos de casi cortar el papel con su lápiz, decidió llamara Analía para saber si había planes a futuro o si después de la noche anterior de sexo todo se iba al caño.

Apenas al ver que el detective la llamaba, contestó de un salto, - Hola detective, pensé que luego de haber probado la normalidad de una relación te aburrirías y no llamarías más -, Hernández soltó una carcajada porque ambos pensaban exactamente lo mismo.

- Probablemente tú no tardarías mucho en conseguirme un sustituto, con esas habilidades horizontales y tu juventud yo pasaré al baúl de los recuerdos antes de que consiga al asesino -, remarcó su voz en eso último y Analía lo notó.

Por primera vez pasaron horas hablando de la profesión de Hernández. El primer cadáver que vio cuando era un policía joven que creía poder cambiar el mundo, su primer contacto con la corrupción policial al haber descubierto que uno de los mayores distribuidores de droga de la ciudad vestía de uniforme, las muchas noches que pasó en vela en un cuarto de menos de dos metros cuadrados interrogando a la peor escoria humana, y las muchas, muchas pesadillas que aún tenía siendo perseguido por los peores criminales, algunos ya muertos y otros que pasaban sus últimas horas tras las rejas.

Analía solo asentía mientras cambiaba de posición cada media hora en el sofá. Miraba el techo, el piso, con un lápiz garabateaba en una hoja, otras veces veía la cúpula iluminada de la Catedral, pero no se atrevía a intervenir en la conversación, le pareció que Hernandez estaba en un proceso de desahogo y confesión que muchos necesitan tener, en su opinión, al menos varias veces en la vida.

El atardecer caía sobre la ciudad. Salvador estuvo todo el día recorriendo el parque central, se cambió de banco al menos seis veces, recordó paso a paso lo que había sucedido con la chica de la otra noche, pero el beso que le había dado Beatriz en la mañana lo mantenían en pie. La necesitaba, la deseaba, estaba seguro de que ella lo calmaría. Justo cuando el sol se ocultó desanduvo sus pasos para volver a la torre de oficinas. Allí lo estaba esperando Beatriz, con un brillo en los ojos sin igual, perfectamente arreglada y sin que se notara una agotadora jornada laboral.

Esta vez no se besaron, sino que se tomaron de la mano y comenzaron a caminar sabiendo el destino que les aguardaba. Ese día, todo cambiaría para ambos, lo que estaban deseando que pasara iba a darle un giro a sus vidas.

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