Full width home advertisement

Post Page Advertisement [Top]

Tercera parte


Solo esa chica le daría la tranquilidad que perdió luego de cometer su primer asesinato


El atardecer caía sobre la ciudad, los últimos rayos de sol se filtraban por los vitrales de la Catedral iluminando todo el pasillo central. Salvador se sentía nervioso, temeroso, jamás había visto las banquetas tan vacías, el silencio era total y le extrañó ver sobre el altar a un Cristo de tamaño natural.

Llamó a las monjas, nadie le contestó, solo el eco de sus pasos retumbaba entre las columnas que sostenían el alto techo, pero un extraño brillo en la imagen del altar lo estaba guiando, invitándolo a acercarse.

Cuando llegó a escasos centímetros vio que la imagen tallada en yeso era igual a él, sosteniendo en su mano el crucifijo que su hermana le regaló el día que lo dejó en la Catedral al cuidado de Dios. Los rayos del sol hicieron encender el oro de la joya encandilando a Salvador. Fue como entrar al cielo, una blancura espectral que lo hizo despertar sobresaltado.

Con sus dos manos comenzó a buscar en su pecho como si le hubiera ocurrido un ataque al corazón; el crucifijo que había colgado de su cuello prácticamente toda su vida ya no estaba.

Mientras Salvador destrozaba toda su habitación en busca del crucifijo, Hernández estaba sobresaltado por la vibración de su teléfono. Desde la sala de autopsias le enviaban una foto de un rosario con una cruz de oro, entre dormido y despierto observó la imagen, pero el calor del cuerpo de Analía en ese momento era más fuerte que cualquier evidencia en el caso de las chicas asesinadas. Ya podría avanzar en la investigación, pero necesitaba experimentar esa dicha que no había sentido en años: amanecer en la cama de una mujer.

La noche anterior esas curvas femeninas le habían dado casi tanto placer como cuando recorría las calles solitarias de la ciudad, o en las ocasiones que colocaba su pistola en la sien de basuras humanas, deseando volarle la cabeza para hacer una limpieza social ocasional, ahora, esa mañana, con las campanas de la Catedral al fondo, estaba más que seguro que la vida no se reducía a ser un policía que se debatía entre la delgada línea de la justicia y la corrupción del cuerpo policial de una gran ciudad.

Tras hurgar en cada rincón de su pequeño espacio Salvador estaba desesperado, finalmente pensó en lo inevitable: tal vez había perdido ese preciado recuerdo de su hermana la noche anterior cuando ocurrió el accidente con la chica desconocida. No sabía qué hacer, pensó en preguntar a las monjas si lo habían encontrado pero notarían su estado de impaciencia y no quería preguntas.

Se sentó en el medio del desorden, respiró profundamente y pensó en Beatriz, ahora más que nunca la necesitaba. Solo así conseguiría cierta paz, eso era, necesitaba salir de la Catedral, esas gruesas paredes lo estaban agobiando ahora que se había dado cuenta de su error.

Mientras se preparaba para salir a enfrentarse nuevamente con la ciudad, Beatriz lo estaba pensando cuando se vio desnuda en el espejo al salir de darse una ducha. La música clásica que siempre estaba sonando en su cuarto la tenía hipnotizada, en su mente confluian las líneas de sus maquetas, la textura de las manos de Salvador y el deseo de poder tenerlo finalmente para sí.

Decidió regalarse un tiempo a solas. Tomó crema para la piel, la esparció sobre sus senos, su vientre y su entrepierna, no solo bailaba movida por las notas que saltaban en sus oídos sino que cierto calor la hacía sentirse sexy, pensó en cómo la veían los chicos de la oficina y sí, decidió que la próxima vez que estuviera con Salvador tendría sexo con él, necesitaba tenerlo dentro de ella.

Hernández ya estaba completamente despierto, hablaba aceleradamente con el jefe de la sala de autopsias mientras observaba el cuerpo de Analía danzar por toda la cocina, ya se habían detallado completamente así que a ella no le importó cocinar en ropa interior, un momento que le daba demasiada comodidad y tranquilidad.

El timbre del horno fue una señal implícita para que el detective colgara, como una horas antes, quería olvidarse de todo mientras compartía un momento que pensaba nunca más le ocurriría. Analía colocó el desayuno "asiático americano" sobre la mesa improvisada: arroz con atún, huevos fritos y jugo procesado, ambos comieron con ganas para recuperar las energías perdidas en la cama.

Analía iba a hablar cuando el teléfono del detective sonó nuevamente, ella como sabía que era importante por la conversación que escuchó mientras cocinaba le dejó contestar: - Dime que el crucifijo o el rosario tiene alguna huella -, unos segundos de silencio, una maldición y Hernández se paró rápidamente.

Cómo en automático fue corriendo al cuarto, se vistió, volvió por el vaso de jugo y antes de que Analía fuera a decir algo le plantó un beso en la boca, - Prometo compensarte el desplante pero debo irme -.

La chica sonrió complacida, al menos el detective había sido más dulce con ella, al parecer algo bueno comenzaba a pasar en su vida amorosa.

Salvador caminaba por el parque central, observaba la gente a su alrededor y aún les temía, solo se sentía seguro de noche o si estaba en la compañía de Beatriz. Necesitaba verla, necesitaba calma. Caminó hacia la calle de los café donde la vio aquella noche en que la persiguió cuando aún no la conocía, estaba rezando al hombre colgado en la cruz para que le permitiera toparse con ella.

Y sí, al parecer ese día Dios estaba dispuesto a complacerlo. Al doblar la esquina para pasar frente al café, la vio. Iba perfectamente vestida con sandalias, un sobre todo negro y el cabello recogido en una cola, su cuello brillaba con la luz del sol. En silencio comenzó a seguirla, no quería perturbarla porque parecía que iba concentrada caminando entre los demás mortales como si flotara.

Aceleró el paso cuando vio que el semáforo de la esquina próxima cambió a rojo para los peatones, allí decidió pararse a su lado colocándole la mano en el hombro. Beatriz lo observó con cierto miedo, en segundos pasó de estar a la defensiva a una sonrisa realmente única, con una mirada profunda y sincera saludó a Salvador: - Esto sí es un verdadero milagro, jamás pensé encontrarte de esta forma -.

Él solo pudo sonreír, le devolvió el saludo y mientras le extendía la mano para indicarle que ya era hora de cruzar la calle, entendió que solo esa chica, su cuerpo y su dulzura le daría la tranquilidad que había perdido desde el día que cometió su primer asesinato. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Bottom Ad [Post Page]