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"...Sensaciones que estaba comenzando a experimentar y que al parecer, 
estaban logrando dominarlo por completo..."

El detective Hernández se sentía con resaca moral. El sol del amanecer filtrándose a través de las hojas de los árboles del parque central, le pegaba directamente en los ojos, calentaba su cuerpo y le recordaba cuánto detestaba madrugar en una escena del crimen, aunque siempre se repetía que el solo hecho de ser policía lo obligaba.

Esta vez todo había cambiado, estaban seguros que era el mismo asesino de la chica bajo el puente por las marcas de las manos en todo el cuerpo, la habían tratado de violar y la dejaron en el parque, solo con su ropa interior cubriéndole sus partes femeninas. El detective esta vez tuvo una sensación diferente al ver el cadáver, pensó en Analía y quiso terminar rápido su trabajo, necesitaba desayunar con ella y saber que estaba bien. 

Hernández caminaba de un lugar a otro en la escena, le preguntaba a los colegas por detalles y todos llegaron a la conclusión que a la chica la desnudaron en algún rincón apartado; debajo de sus ropas había gran cantidad de hojas secas y ramas. Nuevamente tenía la sospecha de que ese crimen era un error, el asesino tal vez no lo planeó así y por eso, en lugar de ocultar el cuerpo para que nadie lo encontrara con tanta prontitud, lo vistió y lo trasladó para que cualquiera lo encontrara, esa era una manera de enmendar su error. 

Dos cuerpos en dos semanas, al detective le gustaba como algunos asesinos planificaban su tiempo para decidir dentro de un período establecido y programado, cuándo y cómo le quitaban la vida a una víctima. Después de analizar todos los detalles, supo que este caso estaba fuera de lo normal, no había violencia, las mujeres quedaban completamente intactas, como si estuvieran conociendo sus cuerpos por primera vez. Luego de unas horas sabía que ya nada cambiaría, le dijo a uno de los policías que le colocaran una copia de la autopsia, la evidencia y todo lo necesario en una carpeta encima de su escritorio; necesitaba cuanto antes tomar aire y cambiar de ambiente.

Tomó una moto prestada y comenzó a recorrer la ciudad. Atravesó las calles atestadas de vehículos, veía como la gente caminaba sin sentido de un extremo a otro; aunque parecía que tenían un objetivo final a dónde llegar, sus miradas se notaban perdidas e inseguras. Hernández aprovechaba los altos de los semáforos para analizar, con su sexto sentido policial, a cada peatón que le pasaba por el frente. En una de esas paradas, se quedó hundido en las caderas de una rubia que parecía danzar sobre el rayado peatonal. Un sobre todo negro la cubría hasta las rodillas, su cabello perfectamente liso estaba recogido en una pequeña cola que dejaba ver un cuello altivo y de piel perfecta. Como un escáner, la detalló todo lo que pudo, su trasero, sus piernas; ya estaba pensando en seguirla cuando las cornetas de los autos en el tráfico y el ruido de las campanas de la Catedral lo sacaron de su ensueño; tenía que llegar a casa de Analía. 

Estacionó en el mismo lugar que el día en que la conoció. Mientras se colocaba su chaqueta, la pudo ver en la acera del frente con esa sencillez que le parecía tan simpática. Ella lo vio desde lejos, se acercó lentamente y le dio un beso suave cerca de la oreja, casi de puntillas para alcanzarlo y con una mano sobre su hombro. – Detective, pensé que me dejarías plantada, aproveché de hacer una limpieza profunda mientras te esperaba; sígueme-, le dijo mientras buscaba la llave de la casa en uno de los bolsillos de su bata. 

El “desayuno asiático” estuvo más animado. Analía hablaba de todo lo que había botado de su casa, los zapatos viejos, la ropa que no usaba, las pinturas que se habían quedado en sus potes por no usarlas en ningún lienzo a falta de ideas y de todos los malos recuerdos. Hernández solo asentía y escuchaba, en sus muchos años de experiencia había aprendido que cuando una mujer te cuenta de sus intereses femeninos, es mejor no interrumpirla hasta que ella misma decida parar y cambiar el rumbo de la conversación, tal cual como una estampida afectada por un agente extraño. Al final el estar quedó totalmente en silencio, parecía que el mundo se había callado para escucharla y se acercó al regazo del detective, lo besó de nuevo cerca de la oreja – Llegaste a mi vida en buen momento detective, después de aquel día me siento distinta-. Hernández no pudo controlarse, pensó nuevamente en la rubia de la calle y cerró los ojos para imaginarla, puso sus manos alrededor de la cintura de esa chica que hace poco estaba en su vida, le besó el cabello y luego suavemente en los labios. 

Mientras el detective y Analía se besaban hasta la sombra, Beatriz estaba frente a una de las mesas de luz blanca en su oficina. En su mente continuaba Salvador, pero había algo que no le gustaba, solo ella lo conocía y parecía como un fantasma en cada uno de sus días. Nadie de su entorno lo había visto, él no daba señales de querer socializar con alguien más y eso le preocupaba, - ¿Tendré un novio solo para mí?-, esa pregunta y la afirmación flotaban sobre su cabeza con un toque de ironía, porque aún no sabía cuál era su estado civil con ese “amigo” de la Catedral. 

Le preocupaba que ella siempre diera el primer paso, tomando la iniciativa sexual y dando la imagen de una mujer desesperada, aunque basada en su impresión Salvador no había tenido contacto con ninguna mujer y eso le gustaba, poder enseñar a un hombre en los misterios del amor para que entendiera los finos secretos del cuerpo femenino. El único detalle que le molestaba era mantener la relación a oscuras, entre las paredes de la capilla, en el parque central o en la galería, parecía un juego de niños que ella había iniciado por unas cuantas fotos casuales en una mañana de otoño. No se arrepentía, pero ese tema no la dejaba en paz. 

En el trabajo, luego de haber pasado con éxito su primer proyecto, sus colegas la miraban con ojos distintos a la admiración profesional y algunos, comenzaban a mostrar un interés más allá de las líneas, los bocetos y las hojas para futuras maquetas. Desde que estaba viéndose con Salvador, se vestía con faldas más ajustadas, camisas que marcaban sus curvas y usaba un perfume, que tras su paso, dejaba una ola de feromonas por todos los pasillos. En dos semanas, tuvo unas tres invitaciones para tomarse unos tragos en algún lugar, pero ella siempre terminaba inventando una excusa para esos ejecutivos, con vehículo, dinero y seguramente, con una casa de soltero disponible para saciar su sed de una mujer atractiva, el típico modelo para presentarle a sus padres. 

Ese día, mientras Beatriz pensaba en él, Salvador rezaba en la capilla para tratar de callar las voces dentro de sí, esas que le recordaban cada centímetro del cuerpo de la chica que sin querer mató la noche anterior. Todas las sensaciones, esa piel y los detalles de su anatomía le gritaban, quería más e incluso, al ver a las monjas más jóvenes, imaginaba lo que esconderían bajo su hábito. Eso le causó una guerra mental, entre el bien y el mal, finalmente tuvo que volver a amarrar el cilicio en su muslo para que el dolor frenara sus ganas, deseaba que Beatriz estuviera con él para que se materializara en todas las sensaciones que estaba comenzando a experimentar y que al parecer, estaban logrando dominarlo por completo.

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