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Pronto el sol iba a caer tras los edificios para que la noche
 le diera la oportunidad de cumplir con su deseo.

Las manos de Salvador sobre su cuerpo la despertaron. Beatriz escuchaba a las monjas trabajar en el jardín trasero; podía sentir un chorro de agua que caía sobre unos utensilios de cocina y algunos niños que comenzaban a corretear de un lugar a otro. Salvador la continuaba recorriendo por todos sus rincones, - No hagas ruido por favor-. Era tosco con algunos movimientos, así que las manos de Beatriz tomaron la iniciativa. Logró colocarse encima con la sábana tapando su feminidad que brillaba por la humedad a través de la tela. Nuevamente, el éxtasis llegó muy rápido para él y Beatriz, a pesar de todo, estaba satisfecha. 

Se acostó sobre ese cuerpo masculino, le acarició el cuello y pudo sentir el latir de su corazón, parecía que de un momento a otro iba a sufrir un ataque. Mientras jugueteaba con su cabello, bromeaba – Sé que soy bella, pero no es para tanto-. Las campanas de la Catedral retumbaron en todos los rincones de la habitación, nueve tañidos indicaban que se acercaba la misa matutina y los feligreses comenzaban a llegar a la capilla buscando un lugar donde pudieran escuchar mejor la palabra del Señor. 

Salvador y Beatriz se vistieron rápidamente. Salieron de la habitación por una pequeña puerta cercana al altar, allí pudieron ver que la mayoría de las largas bancas de madera estaban ocupadas. Beatriz aprovechó de tomar fotografías de los ancianos con sus bastones, de las mujeres que iban con sus hijos pequeños en brazos y de los niños que correteaban por los pasillos, seguramente pensando que el parque que les habían prometido para un sábado en la mañana se había convertido en un edificio poblado por figuras de cerámica. A Salvador, por su parte, lo invadió la nostalgia, recordó sus días de misa junto a su madre y hermana, ataviado con trajes que lo hacían parecer fuera de época y que al final le daban un calor insoportable. 

Vio a una señora demacrada en la primera fila, tomada de manos con una parejita de niños inquietos, Salvador señaló al varón; -Así era yo cuando venía a misa de pequeño-, le dijo a Beatriz, que sin dudarlo tomó con el zoom varias fotos de la pareja de infantes. –He descubierto que me gusta esta iglesia, es perfecta para sacarle fotografías-, le susurró Beatriz mientras cruzaban las grandes puertas para irse a recorrer nuevamente la ciudad.

A unos cuantos kilómetros de distancia, el detective Hernández despertó con el suave olor de la preparación de unos huevos revueltos y tocino frito. El lejano sonido de las campanas de la Catedral, de los automóviles con sus cornetas y el murmullo citadino lo desubicaron un poco, luego recordó que se había quedado para cuidar a la muchacha que salvó de ser violada. 

Se levantó del sofá, buscó su arma en la mesa de centro; no la encontró, sus zapatos tampoco estaban cerca; se sentía completamente desnudo sin su entorno rutinario. Entornó la vista y vio el cuerpo frágil de la chica danzando en la cocina, al parecer estaba acostumbrada a cocinar, manejaba los implementos con soltura y canturreaba algunas cosas. 

Intimidado por ese lugar desconocido, llamó la atención de Analía gesticulando con fuerza -¿Se puede saber dónde está mi revolver?-, sin recibir respuesta alguna. Como un niño malcriado, volvió a repetir, -¿Mi revolver, dónde está?-. La chica se volteó, esta vez con un atisbo de agresividad en la mirada, algo que aún Hernández no había visto. -Primero se dice buenos días, segundo no pensarás que vamos a comer con un arma cerca, la he guardado en un cajón y tus zapatos, por si preguntabas también, están en el cuarto de servicio-. Hernández quedó en el sitio, nadie le había hablado así en años y era él quien estaba acostumbrado a dar las ordenes, otra de las razones por las que su esposa lo abandonó dejándolo con la casa vacía y el sonido de un fuerte portazo. 

El cereal escocés fue reemplazado por un perfecto desayuno americano. Analía parecía ser una chica fueera de lo normal, su casa lo reflejaba así y por eso la ausencia de una mesa comedor. Buscó dos cojines, los colocó cerca de la repisa donde había quedado el revolver la noche anterior donde colocó los platos. Le sonrió al detective y con un gesto lo invitó a arrodillarse, -Desayuno asiático-, eso le causó risa al detective, otro desayuno internacional para agregar a su menú matutino. 

Comieron en silencio durante unos minutos. Analía movía sus manos con delicadeza, organizaba la comida en el plato y aparentaba cierto desgano. En cambio, el detective mezcló todo en una gran masa que engulló en pocos minutos. - ¿Desde cuándo no comías algo de verdad? -, le preguntó la chica cuando terminó con su plato. – Me imagino que tu casa debe ser el típico apartamento de un poli atormentado, el refrigerador con algunas cervezas y ya-. Hernández masculló una respuesta entre dientes. – No tienes que decir nada, entendí la señal -. 

Mientras trataba de limpiarse la boca eñaló al rincón del apartamento abarrotado con caballetes y pinturas desperdigadas en papel periódico - ¿Son tus cuadros? - Analía asintió mientras iba a la cocina llevando los trastos del desayuno. El detective se sentía extraño caminando descalzo por una casa ajena. – Me gustan los colores y las formas, son abstractos pero tienen un toque de alegría, ¿los expones, los vendes? - La chica alzó la voz por encima del ruido del lava vajillas, - Solo lo hago por hobbie, no he tenido el valor de ofrecerlos a extraños, de hecho eres el primero en ver mi gran obra -, sonrió dándole una entonación distinta a estas dos últimas palabras. 

- Quiero salir a tomar aire fresco, ver otra cara de la ciudad para olvidar lo que sucedió anoche, además me gustaría perderle el miedo a tu moto -, le dijo al detective cuando salía de la cocina. – No sé si sea buena idea, debería irme ya y así cada uno sigue con su vida, además la gente estaría desprotegida si dejo de trabajar -. Nuevamente la cara de la chica se llenó de reproche como la noche anterior cuando la iban a dejar, - Después de haberme salvado, estás completamente ligado a mí, no me puedes dejar a la deriva, al menos llévame a buscar una cerradura nueva y allí vemos qué pasa -, Hernández se encogió de hombros, en un gesto entre duda y resignación. 

Analía no tardó ni dos segundos en regresar del cuarto. Vestida de manera vivaz proyectaba la imagen de una chiquilla. Sandalias descubiertas, unos pantalones ajustados y una franelilla holgada que le dejaba al descubierto su largo cuello y hombros. Le lanzó los zapatos, colocó la pistola sobre la mesa y abrió la puerta, - Nos vamos detective, te espero en el pasillo mientras terminas de arreglarte -. 

La moto permanecía en el mismo lugar de la noche anterior, primero se montó el detective y luego le dio la mano a la chica para que se apeara en el asiento trasero. - ¿A dónde vamos?, le preguntó mientras giraba la llave y producía el característico sonido al acelerar. 

Se sujetó fuertemente a Hernández,- Arranca, yo te guío -. Avanzaron directamente por la larga avenida que atravesaba toda la ciudad. La moto parecía danzar entre los automóviles y los peatones que se lanzaban a cruzar las calles, para luego detenerse sigilosamente al rojo de cada semáforo. La chica se sentía más cómoda que la noche anterior, le parecía que flotaba en una alfombra voladora desde la que podía tocar a los conductores cercanos.

Solo movía las manos para indicar las direcciones, un cruce a cuatro cuadras de su casa, luego derecho para pasar cerca del parque central y finalmente a la izquierda; Hernández vio ante sí la galería pública de arte. Al parecer los planes habían cambiado. Analía se sacó el casco, - Vamos a ver una exposición, así conoces un poco más de lo que intento hacer; luego prometo que me llevas a la cerrajería y me dejas -, le dijo mientras lo veía sonriente como una niña. El detective no comprendía qué hacía allí, pero ya tenía que seguir adelante con el plan cultural. 

La galería estaba franqueada por cuatro columnas que daban la sensación de entrar a un templo. Al cruzar la puerta se abría un laberinto de salas perfectamente iluminadas gracias al techo de vidrio que estaba tres pisos por encima de la cabeza de la gente. Analía al entrar, se sujetó al brazo del detective. Muchas personas caminaban de un rincón a otro. Unos parecían turistas con bermudas y grandes bolsos en la espalda, algunos grupos de estudiantes iban de sala en sala como un cardumen, las parejas tomadas de la mano caminaban para ir al café del fondo y allí estaban ellos, sin saber por dónde empezar mientras un mundo de arte y esculturas se alzaba ante ellos.

Hernández se sentía fuera de lugar, no acostumbraba a visitar las galerías de arte y menos acompañado por una chiquilla atractiva. Analía recorrió a su antojo el lugar, le decía al detective que eso era lo que buscaba con los lienzos de su apartamento, plasmar figuras que fueran interpretadas por la gente, para que cada quien viera una composición diferente ante sus ojos. Él señaló uno de los cuadros, - Este artista creo que se copió de uno que vi en tu apartamento, deberías demandarlo -, le dijo con cierta gracia. 

A Hernández le llamaban la atención las esculturas con un toque violento, los cuadros que parecían salpicados con rabia sobre el lienzo, - Una manera de liberar tensiones por parte del artista-, pensó. Cuando iban camino a la salida, sintió que Analía lo arrastraba de nuevo de regreso, - ¿Ahora qué?, estoy cansado y debemos ir a la cerrajería, tengo trabajo que hacer -, la chica lo miró con su acostumbrada cara de reproche señalando hacia la cafetería – Un café no nos quitará mucho tiempo, sígueme detective -. 

El pequeño café parecía un gran invernadero. Entre las columnas, los helechos y enredaderas filtraban el sol que entraba, al menos seis mesas se rodeaban en círculo, en el medio un jardín artificial con una fuente que custodiaba el variado bar; bebidas, desayunos, postres, cafeteras y teteras. 

El detective aún se debatía entre disfrutar el momento o preguntarse qué estaba haciendo allí con esa chica. Una camarera, se les acercó con un menú bajo el brazo. Analía la detuvo, -  No hace falta, solo necesitamos dos café y un par de tortas de queso -, previendo alguna queja de él, lo reprendió; - No digas nada, acepta la recomendación, acá las tortas son muy buenas -. comentó mientras la camarera se retiraba luego de colocar platos y servilletas.

Cerca de ellos una pareja de jóvenes no quitaba la vista de la pantalla de la cámara, el detective recordó su juventud, cuando su novia le hablaba de sueños, temores, mientras él solo la miraba embelesado, inmutable y deseando que ese momento quedará congelado evitando el inevitable final que todo tiene en esta vida. 

Beatriz sujetaba la cámara entre sus manos mientras le mostraba a Salvador todas las fotos de la Catedral. Reía con las expresiones de los niños, le preguntaba por el nombre de las monjas que aparecían en alguna instantánea y de vez en cuando le decía que tenía que sonreír más. Salvador, como era costumbre, solo asentía respondiendo brevemente a las preguntas que le hacía, mientras con sus manos acariciaba suavemente las de esa mujer que le había hecho sentir tantas cosas. 

- ¿Quieres ir a mi casa o al menos acompañarme al portal para que sepas dónde encontrarme?, le dijo Beatriz mientras colocaba el dinero del desayuno en la mesa y le acariciaba el cabello. Salvador se levantó, la tomó del brazo para salir de la galería. 

Él no aceptó la invitación para subir a su casa, no estaba preparado y sentía que si conocía más de ella, tal vez no querría dejarla nunca. Así que cuando estuvieron en el portal, le dio un beso en la frente, se aferró a sus manos por unos segundos y la dejó ir. Beatriz estaba esperando tener su compañía en su cuarto, en su intimidad pero aún no entendía cuál era el obstáculo para ello, se fue pensando en todas las posibles soluciones a ese problema y vio como Salvador se alejaba.

Mientras caminaba hacia la Catedral pensó que necesitaba a otra mujer, experimentar antes de hacer algo mal con Beatriz. Aún el sol resplandecía, pero pronto iba a caer tras los edificios para darle oportunidad de cumplir con su deseo.

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